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Miércoles 5 de enero del 2000


LUPE Y EL HOMBRE MIL

Por Hernán Maldonado


Miami - Con los libros bajo el brazo y el ingobernable mechón sobre la frente, el hombre se acercó a la secretaria y le dijo: Señorita, soy el doctor Carlos Tovar Guztlaff. ¿Está en su oficina el doctor Benjamín Miguel?

La joven se levantó presta, entró en las amplias oficinas de la presidencia de la Caja Nacional de Seguridad Social y al minuto volvió.

- El Dr. Miguel está en una reunión importante. Dice que espere que ya le atenderá, informó la joven.

El Dr. Tovar -- ante el asombro de la secretaria -- se dirigió a la oficina, entreabrió la puerta, metió la cabeza, vió a Miguel en su despacho y le dijo: ¿Así que en una reunión? Y ¿ocupado para mi? ¡Vete al diablo!

El portazo se escuchó hasta en la planta baja. Creo que ese día el Partido Demócrata Cristiano empezó a perder a uno de sus más preclaros militantes. Era increíble que Miguel, que jerárquicamente inclusive era subordinado de Tovar, en ese entonces Subsecretario de Bienestar Social, podía portarse así con su viejo amigo, maestro, condiscípulo, camarada, casi hermano.

Recordé esta anécdota al leer el domingo pasado en Los Tiempos la columna de Lupe Cajías (Un Hombre Mil para el milenio) refiriéndose a la frágil memoria de los burócratas que dejan "atrás a los primeros amigos, los que fueron encontrados en los juegos de barrio, en la escuela primaria, en las épocas duras. Los verdaderos".

Lupe nos recuerda cómo algunos "seres humanos que llegan al poder suelen transformarse en chanchos, engordan... Peor aun, son incapaces de volver a ver con ojos claros".

Testimonial, agrega: "Así ha sucedido con antiguos amigos que alguna vez comieron en mi mesa y hoy los encuentro con el traje reluciente, un maletín de marca y la mirada huidiza. De antiguos protagonistas de la historia son ahora 'analistas' y seres solitarios en medios de las loas falsas".

Con insólita generosidad desea inclusive para ellos, en el 2000, un Hombre Mil, ese del que nos hablaba Rudyard Kipling y que no es otro que aquél "amigo sincero con el cual todos queremos contar".

Conocí a Lupe Cajías en la cumbre presidencial de Miami en 1995. Me la presentó mi viejo amigo, Juan Carlos Salazar.

-¿Su papá es el doctor Huáscar Cajías, no? Le pregunté.

-Efectivamente y le agradezco que me lo pregunte asi, porque estoy cansada de que me pregunten: ¿Usted es la hijita del doctor Cajías, no?, me dijo la joven y talentosa profesional, como subrayando que lo era por méritos propios, no por el apellido.

Lupe llama la atención sobre un tipo de conducta de nuestros burócratas que se da desde siempre en el país, con muy raras excepciones.

No hace ni un mes que llamé a un amigo entrañable con el objeto de felicitarle por su nombramiento y de paso preguntarle qué se proponía hacer desde su nuevo cargo en favor de miles de bolivianos.

Como en su oficina debo lidiar primero con secretarias y secretarios, me tomé la libertad de llamarle a su teléfono privado cuyo número me lo dio en otras épocas, cuando no tenía la importancia que tiene ahora. Cuando alzó el auricular, dio la "casualidad" de que estaba en una llamada de larga distancia...

"Don Hernán, ahorita te devuelvo la llamada, dame tu número telefónico", me dijo. Han pasado tres semanas.

Pero puede ahorrarse la molestia. No experimentaré el gusto de dar un portazo porque estos "triunfadores" -como bien apunta Lupe- "lejos de las candilejas y los boatos, de sus choferes y secretarias, no son capaces de dar un apretón de manos y uno se da cuenta que en su conciencia saben que en realidad son un fracaso, una incoherencia y una mentira".