Miami - Los niños agitan banderitas bolivianas y japonesas. Una larga hilera de tractores, motoniveladoras, aplanadoras, mezcladoras se alínea sobre el pavimento elevando al cielo el color amarillo de la pintura fresca de ese ejército de vehículos donados por el gobierno japonés.
Según los calculos, se trata de una donación de 10 millones de dólares en equipos que el Imperio del Sol Naciente hace a Bolivia. La entrega se produjo hace poco más de un año en La Paz y en nombre de la nación agradecida el receptor fue el presidente Gonzalo Sánchez de Lozada.
¿Qué hacen los bolivianos para ser acreedores a tan generoso obsequio?
Casi nada… Sólo comprar todo japonés. Las calles, plazas y carreteras bolivianas están saturadas de vehículos de marcas japonesas. Y el monumental contrabando de electrodomésticos está abastecido por productos de esa nacionalidad.
Los japoneses se han puesto a la vanguardia mundial en la tecnología electrónica al punto que nadie con un dedo de frente lo piensa dos veces cuando elige, por ejemplo, entre un vídeo "made in Japan" y otro, hecho en Singapur.
Y la preferencia, en este sentido, no sólo es boliviana. Ocurre en todas las latitudes, inclusive en Estados Unidos. En la década pasada Washington lanzó una iniciativa para que el consumidor americano prefiera lo "made in USA" y en el apogeo de la campaña un canal de televisión demostró que de 100 automóviles estacionados , pertenecientes a los empleados de la Casa Blanca, 70 eran de marca japonesa. La campaña se desvaneció.
La diferencia está en que, en Estados Unidos, se mantiene el control de calidad y así los japoneses no pueden vender cualquier cosa, por muy bajo que sea el precio del producto.
Aquí radica la diferencia con Bolivia, donde no existe el control de calidad. Los fabricantes japoneses erróneamente creen que los bolivianos somos enanos y nos venden vehículos diminutos e incomodísimos.
A esto se suma el hecho de que otros vehículos, en su mayor parte fabricados únicamente para transporte de personal dentro de los grandes complejos industriales japoneses, en Bolivia son utilizados para el transporte público.
Y no sólo esto, sino que los choferes-propietarios han convertido un minibusete de seis asientos en uno que lleva hasta 12 pasajeros, sin contar al niño que vocea las rutas.
Paralelamente, todo lo relacionado con el equipo y mantenimiento de estos vehículos crea un gigantesco volumen comercial. Como casi poco es al contado, el endeudamiento del boliviano promedio es colosal respecto a los productos que adquiere. Japón hace buenos negocios con los bolivianos.
En las paradas de los autobusetes estallan maldiciones cada vez que un pasajero del fondo debe bajarse porque cinco por delante suyo deben apearse para darle paso. Y dentro del "micro", pierna contra pierna, mujeres y hombres viajan como sardinas.
Lo más que acaba de pasar ahora es que la alcaldía de Santa Cruz ha prohibido el uso de esos vehículos para el transporte de pasajeros.
En un reciente viaje a La Paz, intransitable por las manifestaciones callejeras donde menuden los ¡Mueras al imperialismo norteamericano!, le dije a un agudo analista político compatriota que yo no había escuchado análogas protestas contra los japoneses por vendernos esos adefesios.
"Es que se trata de un imperialismo silencioso. No se mete en la política boliviana", dijo.