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Miércoles 16 de febrero del 2000


LA ESCLAVITUD VIGENTE

Por Hernán Maldonado


Miami - Las clases altas de Bolivia la denominan "la muchacha de servicio", "la empleada", "la sirvienta"; las clases medias suelen referirse a la "empleada doméstica", "la sirvientita", la "muchacha de mandados" o "la criadita". Y más abajo de allí simplemente como "la imilla".

A los efectos prácticos, se trata de la "esclava de la casa". A la que todo se le exige y a la que casi nada se le reconoce. Resulta inconcebible que un país que fue capaz de acabar con el pongueaje, a través del cual perduró hasta 1952 la "encomienda" colonial, apenas ahora legisle para acabar con esta especie de esclavitud que en la mayor parte de los casos afecta a menores de edad.

El 10 de febrero la Cámara de Diputados aprobó la Ley de Regulación de Trabajadores del Hogar y la envió para su sanción al Senado. Nuestros legisladores quieren pasar a la historia como los redentores de este sufrido sector social, pero su empeño es demagógico y en lugar de favorecerlo la ley podría perjudicarlo.

Lamentablemente por estas trabajadoras no hay quien haga "lobby" y ellas mismas no son un factor de presión. Provienen de los sectores más desasistidos de nuestra sociedad. La mayoría llegan del campo gritando su hambre y por unas monedas (a veces sólo por el bocado diario) y un techo venden su esfuerzo a precio de gallina flaca.

Normalmente para ellas la jornada laboral empieza a las 6 de la mañana, no importando ni el frío ni el calor. Deben alistar el desayuno para la familia que los emplea; ordenar la casa, barrerla, empezar a preparar el almuerzo, darse tiempo para lavar el menaje; por las tardes lavar la ropa, las más de las veces a mano; plancharla. Alistar la cena; otra vez el lavado de los utencillos. Cuando las mandan a la cama generalmente son las 9 o 10 de la noche. Un trabajo esclavo, desde donde se lo mire y con sólo el domingo como día de descanso.

Lo penoso es que la ley que está ahora en el Senado aumenta la confusión. Está pésimamente enfocada al pretender establecer normas de conducta. ("Debe portarse bien, debe tratar con respeto a la familia, a las visitas; debe conservar en buen estado - entiéndase no romper -- el menaje de la casa", etc).

Sin embargo lo más afrentoso de la ley es la exigencia a la empleada de "8 horas de trabajo efectivo", si es "cama afuera" y de 10 si es "cama adentro". Y ¿quién establece lo que es trabajo efectivo? ¿No se institucionaliza más mal el trabajo esclavo?

¿Y por qué si la ley establece que el sueldo debe ser en efectivo, hace la diferencia en especie cuando se trata de la empleada "cama adentro?" Por lo que se ve la ley trata de cumplir malamente con la aspiración de estas trabajadoras. En ningún sentido es reivindicativa de derechos.

En el fondo, nadie pareciera interesado en resolver el problema, que tiene sus raices en la extrema pobreza de nuestros campesinos que entregan a sus hija(o)s a familias de las ciudades para ser simplemente objeto de la más cruel explotación, casi siempre acompañada con vejaciones de palabra y obra.

Hace cinco años cada noche al irme a dormir casi gritaba ¡Benditas sirvientas bolivianas! Valoré en carne propia su tremendo esfuerzo. Mi esposa se enfermó gravemente y durante larguísimos meses, a parte de mis labores habituales, tuve que "atender la casa". Especialmente cuando fregaba las ollas envidiaba a muchos de mis compatriotas que hasta al exterior se llevan, sin que les quede nada por dentro, a su sirvientita.

¿Y yo, nunca tuve una? Déjenme contarles. Poco después de cumplir un año mi hijo mayor accedí al pedido de mi esposa de tener una empleadita. La encontré una mañana en las puertas del mercado Camacho. Provenía del norte de La Paz y tendría unos 17 años. Me dijo que vivía con una tía. Le pedí que fuéramos a su casa a recoger sus cosas.

No tenía más que lo que llevaba bajo el brazo. Un paquetito con otro vestido y una chompita, unos zapatos con los que parecía haber venido a pie desde Apolo, y un peine negro.

Al cuarto día, dado que mi hijo se habia dormido, le pedí que también se durmiera porque nosotros iríamos al cine. Al salir ví que su habitación estaba ya sin luz. El taxista nos trasladó hasta el Monje Campero, pero no había función. Era uno de los tantos feriados paceños. En el mismo taxi regresamos a casa.

Observé que la luz de mi dormitorio estaba encendida y no pude evitar que mi esposa viera lo que vió. Sencillamente la jovencita estaba delante de un gran espejo, empeñada en hacer que le cupiera uno de los vestidos de mi mujer, tras haber usado con generosidad sus polvos, su lapiz labial, etc. Ardió Troya.

- No quiero más a esta muchacha en mi casa, gritó mi mujer. Yo le repliqué: No habrá nunca más ninguna muchacha en esta casa. Y así ha sido.