Miami - Ana María Romero de Campero es periodista, siempre ha sido periodista y cuando tiene la verdad en sus manos la defiende con tal entereza que a veces pienso que podía haber sido una excelente abogada.
A principios de este año fue elegida por el Congreso de Bolivia Defensora del Pueblo y dentro de un par de meses estrenará el cargo convencida de estar ante una tarea gigantesca.
Pero eso no le acobarda. Ya ha dicho que también "al elefante se lo come a pedacitos".
En el flamante cargo, de hecho, Ana María oficiará como una superabogada y en todos estos meses desde su elección ha estado trabajando con el empeño de un castor. Así lo demuestran las declaraciones que formula y en las que, a medida que transcurre el tiempo, se nota muchísima mayor ilustración sobre lo que hará desde la trinchera que el país ha puesto en sus manos.
Ana María tiene ya una visión clara de lo que es esta institución, por eso es que ya les ha dicho a los que esperan otras cosas, que su oficina no será una "comisaría de quejas y reclamos".
Aún antes de empezar a trabajar oficialmente, a Ana María se le han planteado una serie de problemas. Algunos de ellos provenientes de líderes políticos (y de paso abogados) ajenos a la labor de un Defensor del Pueblo, lo que demuestra la difícil tarea que encarará.
En los cinco años que durará en sus funciones, yo le deseo el más grande de los éxitos porque sé que el elefante que tiene al frente es de corcho y plomo.
¿Podrá esta notable dama lidiar dentro de un Estado como el nuestro, con un Poder Judicial inepto y corrupto?
Actualmente se estudia la reforma al Código de Procesamiento Penal; se está por designar a los miembros del Tribunal Constitucional. Apenas da sus primeros pasos el Consejo de la Judicatura. Es decir, a Ana María se le sirvió el elefante, sin haberle pasado siquiera los cubiertos.
Bueno, pero ni eso le arredra. Me imagino que me diría: "Por algo había que comenzar. ¿No es cierto?"
A regañadientes le daría la razón, porque sé que no daría pie atrás.
A propósito, recuerdo una anécdota. Hace más de una década cuando éramos compañeros de trabajo en Washington se sumió en una discusión con el "todopoderoso" de la oficina que le llamó la atención por haber "ascendido" a Martín Guemes.
A pesar de ser argentino, el tal jefe de redacción creía que Guemes era "sólo" un héroe argentino y no latinoamericano, como había corregido Ana María en una reseña procedente de Madrid con motivo de la develación de una estatua.
Guemes, decía el hombre, era "un señor al que nadie conoce, un oscuro caudillo local". En el supuesto negado que hubiera sido así, entonces resultaba extraño el homenaje que se le hizo en España y ridículo que lo transcribiera como noticia la agencia internacional en la que trabajábamos.
Ana María le replicó que como argentino él debía saber que Guemes no era un "oscuro caudillo local". El hombre, arrinconado, acudió a la mediocridad para sostener que el hecho de portar un pasaporte argentino no significaba nada sino una "simple casualidad que hubiera nacido allí".
Años después Ana María recordaría que se involucró en la encendida polémica "como si las espuelas de este ilustre gaucho me hubieran picado", porque "no iba a fallarle (a Guemes) en esta encrucijada dejando que un porteño vergonzante desmereciera su gloria".
En ese crisol de nacionalidades que es la redacción de una agencia internacional de noticias, Ana María defendió exitosamente su tesis de "las raíces de nuestra nacionalidad común". A los que empezábamos a conocerla y a disfrutar de su talento y amistad, nos mostró también la madera de la que está hecha.